Todos los días nos levantábamos con el silbido del tren. Bueno, todos los que debíamos ir a clase. A regañadientes nos vestíamos y desayunábamos para llegar al colegio antes de que Benjamín, que así se llamaba el portero, anunciara el comienzo de las clases. El único consuelo de ese martirio con unas mañanas heladoras era el pensar que los sábados y domingos nadie nos sacaría de nuestras sábanas calentitas. Nadie. El fin de semana nadie escucharía el aviso de la estación para todo aquél que necesitara los servicios del único viaje por tren que se ofrecía en el día.
Pocas eran los que tomaban el camino de la estación para poder llegar a Burgos a través de un recorrido mucho más largo en tiempo y distancia que el que ofrecía la línea regular del autobús. De ahí que casi se nadie molestaba en la invitación del lento trajín que una máquina pesada guiaba desde el sinclinal de las Merindades a unos pocos vagones con poco mercancía y algún que otro romántico de los viajes sin prisas para recrearse con el paisaje y con el traqueteo del camino de hierro para adentrarse luego en el desfiladero de la Horadada y ascender así hasta la Bureba, antesala de la capital de Castilla.
La Horadada |
Pasado el mediodía, nosotros nos acercábamos a nuestras casas para comer y regresar de nuevo al colegio, en comunión con los alumnos que venían desde los pueblos de la comarca, madrugando mucho más aún que los de Villarcayo, y que comían en el mismo comedor del colegio.
Anochecido ya, pues las tardes invernales aquí son prácticamente inexistentes, se volvía a escuchar a lo lejos el anuncio de un tren fatigado que llegaba, por fin, de nuevo, a la estación donde una vez más permanecería hasta el día siguiente soportando el brillo de las estrellas en total oscuridad y soledad. Así, hasta el día siguiente.
Viaja sin marcarte metas |
Muchas eran las veces que nosotros intentábamos llegar antes de que el jefe de estación cerrara las barreras del paso a nivel en la carretera que conducía hacia Burgos para situarnos frente a las vías y poder medir la distancia con aquella mole monstruosa pero no menos hipnótica verde y líneas amarillas que simulaban la velocidad de los rayos.
El suelo crujía a nuestros pies y las voces expertas y precavidas del dueño de la bandera del andén nos obligaba a que nos retiráramos de un peligro que, con la edad, nosotros no éramos capaces de percibir…
Los sueños son infinitos |